top of page

Una mañana, al leer el diario me encuentro con la noticia de que se podía visitar el Hotel de los Inmigrantes y recoger datos sobre la inmigración.
Esa misma tarde fui y me encontré con la sorpresa de que tenía el n° 288 y todavía no habían empezado a atender, me decidí, gracias a Dios y digo así porque en esas 6 horas de espera vi, viví, sentí y lloré todo lo que mi abuelo, como tantos otros inmigrantes habían sentido.
Sentí tanta angustia y tanto orgullo mezclado, imaginando a ese galleguito, Ricardo Carcacía, que con sólo 16 años había llegado a ese lugar, escapando, como polizón en un barco, que ni sabía a dónde se dirigía y que sólo en altamar al ser descubierto supo que venía a la Argentina.
Escapaba del hambre, del dolor, de la milicia, para que otro, tal vez su hermana menor o su madre o su abuela o su amigo o vaya a saber quien pudiera comer lo suyo.
Y ahí parada en esa sala inmensa y después recorriendo los pocos lugares que pueden recorrerse, sentí miedo, el mismo que debió haber sentido él, un niño sólo pero solo de toda soledad, de esa soledad terminal porque sabía que nunca más se produciría el milagro del beso materno, del abrazo de hermano, de la contención que sólo puede brindar la misma sangre.
Quien iba a consolarlo cuando le doliera la panza de hambre, quien lo iba a abrazar cuando sintiera ganas de llorar, quien iba a escucharlo cuando tuviera algo que decir, absolutamente nadie y entonces.... ahí parada ante esas mesas y esos bancos sentí un orgullo tremendo.
Soy la nieta de un GRAN HOMBRE, ese que tuvo el coraje de EMIGRAR.
Ese día supe que si Dios me concediera un milagro le pediría poder abrazarlo, un momento nada más, para poder hacerlo sentir protegido, para que sepa que no fue en vano, para que por un momento se pudiera sentir plenamente feliz.
Estés donde estés te amo abuelo.


 

bottom of page